Escrito en el blog

16/04/2010

Ella; mi muerte

Filed under: Diario íntimo — Stella Roque @ 16:33
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Por Vanesa Dobladez

3 de septiembre de 2009

Hoy se ha roto la monotonía de mis días, o mejor dicho, “ella” ha roto la monotonía de mis días. El espejo de mi enajenante rutina, en el que día a día me veo reflejado a mí mismo y todo lo que me rodea, se ha quebrado en mil pedazos cuando ha llegado ella. Ella…, no se su nombre, no he visto su rostro. Desde la mesa del bar donde me encontraba ubicado, sólo he podido observar su dorado cabello, su esbelta figura, sus gráciles movimientos. Mi imaginación ahora gira alocadamente en un torbellino de rostros, nombres, voces…, todos, los más bellos.

5 de septiembre de 2009

Siento que mi maléfico espejo se reconstruye pedazo a pedazo cercándome, ahogándome. Ella no ha vuelto.

6 de septiembre de 2009

¡Ha regresado! ¡La he visto! Cuando me asignaron la mesa contigua a la de ella, mi corazón ha dado un vuelco iniciando una alocada carrera. Allí estaba con su azul mirada, tras un dorado velo de largas pestañas, perdida en la nada. ¿Qué verían sus ojos?, ¿adónde la transportaban? No era a mí a quien miraban… Pero eso no importa, ¡ha sido tan infinito el placer de poder contemplarla! No sé cuántos rostros imaginé para ella, pero estoy seguro de que ninguno tan hermoso como el que ahora evoco.

10 de septiembre de 2009

Agonizo en el anhelo de volver a verla.

12 de septiembre de 2009

Me atormenta su ausencia. Mi mente traicionera comienza a desdibujar su imagen y la oscuridad del temor al olvido se cierne sobre mí.

14 de septiembre de 2009

Me estremezco al recordar su luz, su música, su aroma… ¡Tan cerca he estado de ella! Saciada la ansiedad de mis ojos he padecido el tormento de intentar conocer su voz aturdido por las conversaciones ajenas. ¡Malditas voces!, ¡malditos ruidos!, ¡cuánto he sufrido por su cruel atropello! ¡Bendita sea ella que, ignorando mi suplicio, se ha acercado a mi mesa! No recuerdo sus palabras, no era a mí a quien hablaba… Pero eso no importa, sólo deseaba poder escucharla. Su voz…, tierna melodía que vibra en mi alma.

17 de septiembre de 2009

Hoy ella ha posado sus labios sobre otro. ¡Estúpido de mí por no pensar que así sería! La daga de los celos se ha clavado en mis entrañas y se retuerce en ellas disfrutando el triunfo de su hazaña. ¡Maldita mi suerte que nunca me ha permitido estar en su mesa, entre sus manos, en sus labios!

18 de septiembre de 2009

El remordimiento me consume; también, el deseo de verla.

Hoy he visto morir a aquel otro a quien la muerte deseaba. Ha resbalado de las manos de quien varias veces al día nos lava. Ha caído a mi lado convertido en pequeños trozos de loza blanca. Jamás tuve conciencia de cuán efímera puede ser nuestra vida. Siempre en manos de otros, sin libertad alguna, con plena impotencia. Basta un simple descuido de una dama, un caballero, un copero o una camarera, para que finalice nuestra existencia. No soy más que un simple pedazo de loza con forma, un simple y frágil pocillo de bar que a nadie importa. Pero ¡no quiero morir aún!, no sin saber su nombre, no sin haber sentido la dulce tibieza de sus labios. ¡Cuán imperioso me resulta ahora seguir viviendo! Dejaré asentada la fecha de cada “mañana”, para aferrarme a la vida, para mantener mis esperanzas.

19 de septiembre de 2009

12/04/2010

Diario de un colectivero

Filed under: Diario íntimo — Stella Roque @ 17:17

 

Por Ivana Andrade

 

18 de marzo de 2010

Hoy me tocó el turno de la mañana. Una lástima, me estresa la mañana. La gente está histérica a esas horas. A nadie le gusta levantarse tan temprano y tener que estar con la cara por el piso del sueño, encerrado y apretujado en un estanque con ruedas. A mí tampoco me gusta manejar en esas condiciones. Yo también quisiera seguir durmiendo.

La salida desde la terminal es tranquila. Se ocupan todos los asientos, pero la gente está tranquila. Uno ve a tanta gente todos los días… Y hay de todo, eh.

Están las que, claramente, van a la oficina. Arregladitas, con carterita y pantalones de vestir, con esas blusitas que seguramente compraron en algún impulso mientras paseaban por alguna peatonal del centro sin parar de hablar con alguna amiga que hacía tiempo no veían por tener poca disponibilidad horaria. Claro, entre la facultad y el trabajo…

También se ven a esos que van con camisas y sacos, pelo mojado y alguna mochila poco formal en la que llevan apuntes y algo de plata para almorzar. Esos jóvenes que miran a las señoritas arregladitas de oficina. Quizás, piensan en la forma de acercarse y charlar para levantarse a alguna. No. No creo. Eso era en otras épocas. Hoy todos viajan enchufados a esos aparatos que, entre otras miles de cosas, reproducen música y cada vez vienen en tamaños más chicos. Mi hijo quiere uno. Voy a preguntarle a José si conoce a alguien que me venda alguno trucho –José conoce a todo el mundo–. Más de gamba y media no gasto. Después, ¿quién mierda la soporta a mi mujer?

¿En qué estaba? Ah, sí. La gente. Hay de todo. Las peores son las señoras grandes. ¿A qué señora de 70 años se le ocurre viajar en colectivo a las 7 de la mañana cuando todo el mundo sabe que es el peor horario? Nadie lo dice, pero todos arriba del bondi lo deben pensar. A nadie le gusta dejar ese asiento sagrado que con ansias espera encontrar cuando sube a esa pecera verde que comando. ¡Jajaja! La esperanza del asiento vacío. Se les nota en los ojos. Suben casi cruzando los dedos por ver un reluciente asiento vacío. Cuando lo encuentran les brillan los ojos como si se emocionaran hasta las lágrimas. Y cuando eso no pasa, yo creo que sus corazones se rompen como si fuese una de las peores tragedias amorosas que a uno le pudiera ocurrir. Bien de novela brasuca que pasan a la tarde. Pero se hacen los duros. Se hacen los fuertes y ocultan toda mueca que exprese su dolor, su angustia, su pena. Ni que fuese tan terrible viajar parado.

Entonces, es casi lógico. Encuentran el asiento, se sientan y viajan felices por aquel hermoso acontecimiento en sus vidas. Pero…, “charán, charán”. Sube la señora. La maldita señora que no tiene mejor cosa que hacer que viajar en bondi en hora pico; señora que debería aprovechar el hecho de que, seguramente, ella ya habrá aportado mucho a esta sociedad durante sus años de juventud y por lo tanto, puede quedarse en su casa, en su pieza, en su cama. Abrigada en invierno. Fresquita en verano. Y, señora, si no puede dormir, mire la tele o tome mate. ¡No sé! Mire fotos de sus nietos, ponga la radio, barra el piso de la cocina una vez más. Desempolve viejas cosas, clasifíquelas y si no las quiere guardar más tiempo, dónelas. ¡Tantas cosas tiene para hacer una señora de su edad! ¿Con qué necesidad viene usted a subirse al colectivo a esa hora? Me juego las pelotas que todos los pasajeros piensan eso cuando la ven subir.

Menos mal que hoy no hubo ninguna manifestación. La zona del Congreso es terrible. Encima, se acerca el 24. ¡Puta!, lo que va a ser eso… Bah, no quiero hacerme mala sangre de antemano. Quizás, pueda pedir el franco para ese día. Mientras tanto, disfruto de estos mates en la terminal con Cachito.

¡Cachito! Un grande, Cachito. Siempre nos espera a todos los “muchachos” según él –40 en cada pierna tenemos los muchachos–, con unos mates, unas galletitas y un mazo de cartas para distraernos un rato entre turno y turno con un truquito. Esa media horita con Cachito es uno de los momentos más esperados durante la jornada laboral. Claro, el más importante es el horario de fin de jornada. Ese que te permite volver a casa y descansar, siempre y cuando, tu mujer no te espere con diez millones de quilombos de los que te tenés que ocupar. Y entonces, te viene con la historieta de que los pibes no hicieron los deberes o que se portaron mal en el colegio. Y yo pienso: “Oime, mujer, ¿no podés ocuparte vos de eso? ¿Tan difícil es que te impongas un poco o es que sos tan boluda que hasta los pibes se dan cuenta de que te pueden pasar por encima? Yo vengo cansado, che”. Y mientras tanto, ella sigue hablando de todas esas cosas que a mí, a esa hora, no me interesan. Es como si aún al bajar del bondi, tuviese que seguir manejando el colectivo familiar.

Menos mal que mañana me puede tocar el turno de la tarde o el de la noche. Voy a poder dormir toda la mañana.

19 de marzo de 2010

Ayer laburé todo el día. Al final tuve que cubrir a Raúl durante la tarde después de haber hecho mi turno de la mañana. Pero la tarde es tranquila. Poca gente viaja. Dentro del bondi se puede respirar y todo. El problema de la tarde son los tacheros. Está lleno. Toda capital repleta de tacheros que se cruzan, se meten, se mandan, frenan en todos lados…, se creen los dueños de la calle y manejan como el orto. Para colmo, si los puteás se atreven a responder y a mí me dan ganas de acomodar de una trompada a todos y cada uno de los boludos que manejan un taxi.

Otro problema es cuando llegan las cinco de la tarde. Ahí se genera un clima similar al matutino, solo que con la gente bastante más alterada por todas las broncas y presiones que fueron acumulando durante el día. Decí que yo soy un tipo bastante tranquilo. Igual, llega un punto en que hasta la pregunta hecha del modo más amable me rompe las bolas. La clásica es el: “¿Vas hasta tal lado?” y yo pienso: “Sí, pa. ¿Qué dice el cartel? ¿No entendés español vos? Y si no sabés si paso con el bondi por ahí, agarrá una Guía ‘T’ que tan difícil de interpretar no es”. Pero me limito a un frío, seco y apagado: “Sí” con el que demuestro lo infeliz que soy sentado delante de ese volante mientras llevo y traigo gente todos los días para que ellos laburen de algo más copado que manejar un bondi, pero que también los hace sentir unos infelices porque en este país no hay laburo de lo que uno quiere. Hay lo que hay. Y hay que bancársela. Ambicioso, en Argentina, querer trabajar de aquello que uno estudia o estudió, o quiso o quiere estudiar. Me da pena por mis dos hijos. Ojalá que ellos tengan otras posibilidades.

Tengo sueño, estoy realmente cansado. Espero que Claudia no empiece con las historias de siempre. Espero que se limite a hacer la cena y esperarme en casa con un lindo humor. Difícil que ocurra. ¿Qué pasó con esa mujer? Era tan divertida. Supongo que a ella también le joden ciertas cosas. Yo también me veo mucho más apagado que hace…, diez? No. Menos. Serán siete o cinco…, quizás tres años. Pero ella siempre fue una dulce. Aunque me rompe bastante, es una compañera divina. Se lo tengo que reconocer. Pasa que a veces no nos aguantamos. Pero, qué sé yo. Yo estoy contento de que ella sea la madre de mis hijos: Joaquín y Matías.

Joaco está por cumplir los 14. Cómo pasa el tiempo, la puta madre. Y Mati. ¡Jaja! Es una pulguita de 8. Qué pibe que me hace morir de risa. ¡Ay! Pensar en mis hijos me relaja. Son como esa música que calma a esta fiera.

 ¡Qué linda está la noche para unas pizzas y unas birras frescas! Voy a aprovechar hoy porque mañana me toca el horario nocturno. 

20 de marzo de 2010

Linda noche para manejar. Hasta es divertido laburar un sábado a la noche. No, bueno, no es la joda loca y, claramente, preferiría estar en otro lado. Pero, es realmente divertido ver a la gente que viaja los fines de semana a la madrugada. Ya de por sí, me causa gracia la vestimenta que usan para salir. En especial, la pendejada. Aunque, hay cada cincuentona que se quiere hacer la pendeja…

Y uno ve subir cada cosa linda. Bueh, soy de carne y hueso. Por más que el camino esté delante, uno también tiene que mirar quien sube, ¿no? Y mirar si sacan bien el boleto, y si viajan acompañadas o solas…, además si se visten así es porque quieren que las miren. Y yo soy un hombre que hace lo que ellas quieran que haga.

Sí, también viajan todos apretados como en otros horarios –más que nada camino a Capital–. Pero el clima entre la gente es distinto. Todos están de buen humor. No tienen una obligación por delante y se nota.

La vuelta ya es otra cosa. Es muchísimo más tranquila. La “onda verde” en las avenidas es casi la mismísima gloria. Lo único que jode son los boludos que chupan y salen a manejar. Después pasa lo que nos desayunamos los domingos a la mañana en el noticiero. Accidentes por todos lados. Esa es otra de las cosas que me da miedo por mis hijos. A Joaco no le falta mucho para empezar a salir de joda. Ojalá sea un pibe vivo para esas cosas. Espero que no se meta en líos ni haga boludeces. Pensar que cuando yo era pibe vivía sin tener conciencia de todo lo que me podría llegar a pasar en la calle,  aunque antes las cosas no estaban tan jodidas como ahora. Hoy es más peligroso. Bah, no sé si es más peligroso o si se muestra mucho más lo peligroso que fue todo siempre. Digamos que durante los años de dictadura este país no fue el Edén, precisamente.

Fue un fin de semana bastante tranquilo, eh. O quizás sea que se nota la diferencia con los fines de semana de verano.

El turno se pasó rápido. O por lo menos, así lo sentí yo. Llegué a la terminal, saludé a Carlitos y al gordo Mario. Estaban desayunando antes de que les tocara salir. Me convidaron unos mates y charlamos un poco de la suegra del gordo. La vieja siempre le hizo la vida imposible. Ahora está en las últimas y parece que está más insoportable que nunca. El pobre gordo no pega un ojo hace semanas. Yo no creo que sea recomendable que siga laburando así. Pero claro, necesita el mango, como todos, bah.

Tiene pinta de que va a llover todo el domingo. Qué lindo. Fútbol, pastas, y cafecito. Ojalá que los pibes se queden jugando con la computadora en la pieza y que Claudia no me venga con eso del dolor de cabeza.

09/04/2010

Diario de Bartolomé Mitre o el billete de dos pesos

Filed under: Diario íntimo — Stella Roque @ 0:29
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Lunes

Acaban de quitar la faja de seguridad que nos mantenía amontonados, calentitos, todos juntitos y a partir de ahora empezaremos a desparramarnos por la ciudad.

Me tocó nacer con el número de serie J 67343595, soy nuevito, huelo a tinta todavía, soy nítido y super celeste ­­—no como mis primos— esos que ayer, mientras nos empacaban ví llegar en fajos sucios y manoseados. Ellos ya cumplieron su ciclo y ahora vuelven a su esencia, se convertirán nuevamente en papel y quién sabe cómo renacerán (a lo mejor tienen suerte y reaparecen como billetes de cien pesos. Importantes y orgullosos, tendrán que llevar a cabo misiones más grandes: compras en supermercados o tiendas de ropa, electrodomésticos, quizás).

Yo, en cambio, no valgo tanto: podríamos decir incluso que no valgo casi nada, es más, hoy en día, vale más mi hermana menor, la moneda de un peso, que yo.

El cajero nos está guardando en bolsas, me parece que por hoy se acabó el día; ya que aún no salgo a la calle voy a aprovechar para descansar. A partir de mañana empieza el verdadero trajín.

Martes

Acabo de salir del banco, me voy en la cartera viejita de una jubilada que debe tener más de 70 años y que nos recibió con mucho cuidado, a mí y a mis compañeros; en realidad no somos tantos, apenas formamos un montón. Pero ella juntó a todos los demás, los guardó cuidadosamente y a mí me apartó, no sé, quizás me use ya, apenas salgamos de acá.

Efectivamente, me cambió en la parada del colectivo por dos monedas de un peso. No, si ya digo yo que nacer de dos pesos es nacer malparido, nadie te guarda, te cambian por moneda corriente[ABSC1] .

A la tarde, no sé cómo aparecí en un quiosco entre chocolates y chupetines, y me fui por suerte (porque ya estaba aburrido), en las manos de un muchacho que me guardó descuidadamente en el bolsillo de su jean. Ya empiezo a arrugarme, ya no estoy tan nuevito…

Miércoles

Esta mañana no vi la luz. Estuve muy cómodo en el bolsillo toda la noche, pero me llamó la atención que no me entregaran hoy. Sin embargo, sí sentí que me cambiaban de lugar, me llevaban de acá para allá, hasta que, cuando me di cuenta, estaba dando vueltas en el medio del agua y del jabón de un enorme lavarropas, haciendo tremenda fuerza para no salirme del bolsillo, pero no lo logré… Y aquí estoy: voy y vengo con las toallas, los calzoncillos, las remeras. No sé dónde voy a terminar.

Mareado, seguro. ¿Me aspirará la bomba de enjuague?

Jueves

Bien, esta es mi penosa situación actual: cuelgo de un broche, que a su vez está agarrado a una soga. Pero eso no es nada, las condiciones en las que estoy son lo terrible: desteñido, blandito, arrugado… ¡ESPANTOSO! No sé ahora qué va a ser de mí, capaz que voy a parar directamente a la basura. ¡Hace menos de una semana que vi la luz! ¡No me podrá tocar alguien que me guarde para algún concurso, esos en los que tenés que seguir el número de serie y las letras ¡Tan rápido me tenían que lavar! Perdón, estoy enojado. Voy a esperar a secarme, a ver si se me pasa.

Viernes

¡No! ¡Esto es lo último! ¿Qué vino después del secado? ¡El planchado, por supuesto! Ahora bien, no puedo negar que no estuvo agradable, calentito. Me pude relajar y dejar atrás todo el estrés acumulado ayer. Por suerte, me planchó alguien que sabía, porque si no, hubiera sido mi fin. Terminar quemado, que destino cruel.

Espero volver a la calle con dignidad y pasar por manos menos descuidadas, no sé, una señorita, un ama de casa, qué se yo. Por el momento disfruto de la calidez de esta caricia calentita que me están brindando, después de tanto ajetreo.

Sábado

Sigo en manos del chico del jean, de vuelta en su bolsillo, pero creo que me voy ya porque lo escuché decir que iba hasta lo del chino a comprar una cerveza y volvía.

Ya formo parte del importe necesario para comprar la botella de cerveza, aquí me voy a quedar, con los chinos. ¡Ah! Sí. Pero no, ¿cómo que no me aceptan? ¿Cómo que estoy lavado y no sirvo más?

—“No shilve, no shilve, lavado, estar lavado, no shelvir”

Pero ¡pero si a mí me plancharon! ¡Quedé hermoso otra vez, nuevito!¡Noo, no puede ser! Chinos de m…Perdón.

Domingo

¿Qué dónde estoy? En un lugar sagrado y misterioso, en la iglesia. Ayer, el pibe me sacó de encima entregándome a su abuela, a la que le recomendó hacer una obra de bien y donarme a la limosna del domingo. Y así fue, voy cayendo mansamente en los brazos de Dios, en su oscura pero afelpada bolsita. Banco tras banco, me voy juntando con amigos (casi todos de mi misma condición; a decir verdad, no cae uno de cinco ni de diez, ni por casualidad). Pero, me lo tomo con calma ¿qué más puedo pedir para un domingo, el día del Señor?

Ya veremos qué nueva aventura nos depara el mañana, ya les contaré.


Los veranos de mi infancia

Filed under: Autobiografías — Stella Roque @ 0:17
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Por Brenda Vázquez

Dicen que de la infancia se guardan los recuerdos más lindos, aquellos que nunca se verán contaminados por la mentira o la manipulación, tal vez por ser propios de una edad en la que el ser humano transita su estado más puro e inocente, tal vez por ser aquellos que se atesoran con ternura.

Los míos transcurren entre los cinco y los diez años aproximadamente y están anclados en la zona sur de la provincia de Buenos Aires, más precisamente en la localidad de Temperley, en la casa de mi abuelo materno.

Por aquellos años y cada quince días, mis padres y yo íbamos a visitarlos, a él y a mi tía Lucila, la hermana menor de mi mamá, ya que vivían juntos desde que mi abuela se convirtiera en ángel.

El viaje desde el barrio de Belgrano, en la Capital Federal, hasta Temperley, ya era para mí una aventura;  era un viaje largo, de más de una hora, que tenía una parada intermedia en Remedios de Escalada, para visitar a mis abuelos paternos (visita que se me hacía eterna, ya les contaré por qué).

Lo más lindo de todo comenzaba cuando el camino abandonaba su rectitud y salíamos de la avenida, porque yo ya sabía que allí, a media cuadra, estaría mi abuelo Raúl, esperándonos, apoyado en la verja de su casa, con su boina de abuelo, su pucho en la mano y su sonrisa de oreja a oreja, que no le dejaba ocultar, ni aunque fuera en chiste, su alegría de vernos.

Un abrazo que me envolvía y un beso enorme coronaban nuestro saludo y siempre, siempre me esperaba con el último número de la revista Anteojito, guardado debajo de la mesita del televisor y una botella de Coca-Cola en la heladera, que nunca compraba, sino para mí.

A lo mejor vale aclarar que yo fui su única nieta, por eso –intuyo yo– era tan estrecha nuestra relación.

Pero lo mejor de mis recuerdos se identifica con el verano. Para esta época, mis papás se tomaban vacaciones de mí (y no había nada que me gustara más), y me dejaban quince o veinte días en lo de mi abuelo Raúl.

Mis estadías allí eran maravillosas. Inolvidables. Mi abuelo era muy divertido, jovial y hasta el nombre tenía gracioso: Raúl Rufino Rubio o Don Rubio para los vecinos del barrio que lo conocían de toda la vida.

Nuestras actividades empezaban después del desayuno: yo lo ayudaba a lavar la ropa (en un lavarropas antiguo, al que había que cambiarle el agua para el enjuague (que se aprovechaba para desabichar las rosas), y que tenía dos rodillos manuales por los que había que pasar la ropa para “centrifugarla”. Entonces, él la ponía de un lado y yo la atajaba del otro antes de que cayera a la palangana que me reemplazaba cuando yo no estaba. También íbamos juntos a hacer los mandados, como se decía en aquella época, pasábamos por el quiosco de “la Turca” a modo de excursión y después de llenarme los bolsillos de caramelos, volvíamos para almorzar lo que yo pedía, por supuesto

Mientras él dormía la siesta, yo jugaba con las muñecas de cartón y los vestidos de papel con orejitas para que no se cayeran, o con Choco, el perro de la familia, en el jardín,  jardín que tendría diez o doce metros de largo, a lo sumo, pero que para mí, acostumbrada a un balcón de dos por uno por todo exterior, me parecía enorme.

No puedo olvidar tampoco las tardes en las que nos subíamos –sí, mi abuelo y yo– al árbol de la vereda (que estaba podado al ras), a tomar mate tereré y a entretenernos en un juego que consistía en sacarle las cascaritas a la corteza, como desnudándola para ver qué había debajo. El que primero encontraba una arañita o cualquier clase de bichito, ganaba. O aquellas otras en las que recolectábamos frambuesas y nísperos del jardín, que luego nos comíamos sentados bajo la parra del patio y donde jugábamos, una vez más, a buscar las orugas verdes y gordas. Nos divertíamos al ver cómo, para pasar desapercibidas, se mimetizaban con las hojas las que después se comían, dejando grandes agujeros que usábamos como pistas para encontrarlas.

Y por qué no recordar las tardes más sencillas en las que a la hora de la leche nos dedicábamos a tomar la “Zucoa” con mucha espumita y a decorarnos los dedos con anillitos azucarados, blancos o rosa, que luego nos comíamos de a uno.

Eran todas tardes mágicas que a lo mejor se repetían, pero siempre eran distintas, ya fuera por la risa, por el tamaño o el morado de las frambuesas, por el desafío de sacarlas y no pincharse con las espinas que defendían cada fruto a capa y espada, o por la piel suavecita de cada níspero, que costaba tanto pelar; o por la gordura de cada oruga y lo difícil que se hacía bajarlas de la parra, como si supieran que aflojar una sola patita de la rama, significaba el fin…

Cuando llegaba la noche y después de la cena, nos disponíamos a jugar a la canasta o a la escoba de quince y nos peleábamos por ganar, y nos reíamos tanto que mi tía, que al otro día trabajaba, nos chistaba desde su habitación para hacernos callar. ¡Para qué!, más risa nos provocaban aún los: “¡Calláte lechuza!” que le dábamos como respuesta.

A la hora del descanso, mi abuelo armaba una camita para mí y la ponía al lado de la suya. Para dormirme, yo le pedía que me diera “la pata” (su mano), y mientras me contaba cuentos inverosímiles y fantásticos inventados por él,  me introducía en el más sereno de los sueños. No había nada que me gustara más que aquellos cuentos.

Los veranos con mi abuelo Raúl fueron de los más hermosos que recuerdo, llenos de alegría y llenos de mi abuelo, que a pesar de no haberlo tenido tanto tiempo como me hubiera gustado, dejó una marca indeleble en mi corazón.

08/04/2010

Relato desde algún vagón abandonado

Filed under: Autobiografías — Stella Roque @ 13:45
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Por Ivana Andrade 

Una vez, alguien me dejó escritas estas palabras:

«Cuenta una historia que en un pueblo lejano pasaba un tren cada varios años. Impreciso el tren podía tardar dos o tres, quizás diez o veinte años, como también podía pasar cada dos o tres  meses, incluso una vez por semana.

Ese tren llevaba a una ciudad –pequeña ciudad– llena de oportunidades y nuevas aventuras. Pero nadie del pueblo la conocía realmente. Sólo se escuchaban rumores sobre ella. Podía ser hermosa, como podía ser también el peor de los infiernos. Quien quisiera conocerla tendría que arriesgarse a tomar el tren.

El único problema era que el viaje en tren, si bien era gratuito, sólo era de ida. Aquel aventurado no podría volver jamás al viejo y aislado pueblo.

Yo lo vi. Y lo quise tomar una vez. Me subí y me acomodé. Justo antes de que arrancara, me asusté y bajé de un salto al andén.

El tren se fue. Volví a mi casa y ahí me quedé, imaginando qué podría haber sido de mí si no me hubiese bajado.

Una noche, a lo lejos, lo escuché venir nuevamente y en un ataque de desesperación, salí corriendo de mi casa. Corrí hasta llegar a la estación del tren. Y cuando llegué ahí, vi que se estaba alejando de nuevo. Entre gritos y llantos lo corrí desesperadamente mientras le hacía señas para que frenara. No lo hizo.

Durante mucho tiempo caminé al lado de las vías, esperando una próxima oportunidad para tomar el tren. No volvió a pasar por ahí.

Hoy estoy en otro pueblo donde ese tren no pasa, pero su ruta está a unos kilómetros. Quizás lo escuche y pueda verlo de nuevo, aunque sea mientras se va. O quizás, para ese momento este pueblo ya me tenga aburrido. Quién sabe, hasta podría tomarme el tren. Esta vez, sin miedos».

Un año después

Una vez, estaba en un bar con una amiga, un amigo y alguna que otra persona conocida que saludaba al pasar y seguía su camino dentro del mismo bar. Ya eran cerca de las cuatro de la mañana y yo, aunque había pasado casi un año de haberlo visto y de haber estado en su vida, le mandé un mensaje.

Un año. Había pasado un año de aquella época en que nos juntábamos en su casa y entre algunos cigarros, unos mates y algunas charlas, nos hundíamos el uno en el otro. Un año sin que eso pasara. Un año en el que yo había hecho unos extensos y memorables viajes, y en todo ese tiempo un cambio mental, emocional y hasta diría hormonal, me había generado la necesidad de irme, de alejarme, de dejar todo ahí por algún motivo…

Pero también por algún motivo, todo lo que me había taladrado durante ese año, me generó la necesidad de mandarle un mensaje un año después.

Fue raro. Cuando terminé de mandar el mensaje, continué con mi cerveza y seguí charlando como si nada pasara, como si todo hubiese pasado. Y alguien me avisó que mi celular hacía luces. Lo abrí creyendo que me encontraría con alguna respuesta. Alguna respuesta negativa o positiva. Un rechazo sin pena, quizás. O alguna forma sutil de decirme que no o incluso que sí. Pero no. Me encontré con que estaba recibiendo una llamada. Sin dudarlo, atendí. El ruido del lugar entorpecía un poco la conversación, pero lo importante se entendió. Corté, terminé mi cerveza, saludé y me fui del bar sin dar ninguna explicación a ninguna de las personas que ahí estaban conmigo.

Entre toda la gente que iba y la que venía –tumulto de juventudes que se dispersaba por la avenida principal de esta pequeña ciudad–, nos encontramos, nos saludamos y nos fuimos a su casa. Y entre algunos cigarros y algunas charlas nos hundimos el uno en el otro por primera vez, después de un año. No sé si sabiendo que sería una noche fugaz, no sé si intentando que fuera un reencuentro o si entendiendo que no sería más que una explicación corporal a mi desaparición. Nos enredamos en un abrazo y nos dormimos juntos, una vez más…

Pero así como volví, me fui. Y un mes después, ya había desaparecido nuevamente de su vida; desaparecido hasta donde las circunstancias me lo permitían.

Lo que él no sabe es que nunca perdió el tren. Sino que yo era sólo un tren de carga.

De espaldas a la avenida

Me llegó un correo electrónico en el que me pedía una última reunión, una última vez para verme, sentirme y por fin decirme «chau», pero de manera memorable. Respondí, y en ese mismo acto, accedí. Si había algo que él se merecía era poder despedirse de la que fuera, a su criterio, la mejor forma posible.

Yo no me había portado de lo mejor. En realidad, ni siquiera me había portado. No hice nada más que dejarlo sin motivo aparente. Claro que mi abandono podría haber sido para él por algún motivo relacionado con lo mismo que a él lo alejaba de mí. Pero no. A mí no me importaba tanto aquello, aunque a él sí. Y si bien yo hubiese podido manejarlo, supuse que él no. Entonces, me fui y mientras me iba, decidí tomar una mala decisión, una de esas que a la larga se sienten en el cuerpo, en el fondo, en la mente y en el tiempo. Y así, le di la opotunidad de que me diera una oportunidad.

El punto de encuentro estaba lleno de gente; gente preocupada por sus asuntos, metida en sus problemas. Gente a la que nosotros no le llamábamos la atención, aunque entre él y yo sabíamos que al vernos, el resto iba a desaparecer. Dejarían de estar ahí con sus apuros, con sus problemas, con sus asuntos. Serían ellos los que no nos llamarían la atención. Y nos vimos de esquina a esquina. Y nos encontramos en aquella parada de colectivo pactada con anterioridad en esa conversación mediante correos electrónicos.

No charlamos mucho. Supongo que no teníamos mucho para decir. Los dos sabíamos que sería raro charlar más de lo necesario, por lo menos en ese momento.

El viaje no fue muy largo, tampoco muy corto. Fue suficiente como para que me abrazara y yo reposara mi cabeza en su hombro.

Llegamos a aquella casa enorme, solitaria aquel día. Tomamos algo; hacía calor en esa época. Me mostró un piano muy lindo que estaba ahí guardado. Le pareció que seguramente me gustaría verlo y no se equivocó. Fue un lindo gesto y un hermoso piano.

Se acercó, me acercó hacia él y me besó. Me besó como si yo fuera lo más suyo en este mundo. Me besó con su brazo rodeando mi cintura, y mi mano se posó sobre su cuello. Me besó por un rato y después me llevó de la mano al pie de la escalera. Me dio otro beso y sin soltar mi mano subió por aquel caracol de madera. Entramos en una habitación bastante iluminada. Claro, era plena tarde de octubre. El sol se asomaba por entre las nubes grises, pero sin que se opacara su luz.

Sólo nos comunicábamos con miradas –de esas que no se callan– o alguna caricia –de esas que hablan más que las miradas–. Finalmente, el cuerpo dijo más que las caricias. En ese entonces, nos unimos. Nos unimos con deseo, con capricho, con rabia, con pasión. Como un beso de “chau”, un abrazo de adiós, como si fuera una de las peores groserías que al instante la continúa un «te quiero». Pero sin palabras. Jamás una palabra. Y menos, una palabra de esas.

Y terminó. Todo terminó: la relación, la tarde, él y yo. Nos dormimos por un rato. Nos enmarañamos en los brazos del otro y nos relajamos.

Se acercaba el momento en que el telón se tendría que cerrar y nosotros tendríamos que dejar de actuar como amantes. Y el fin del escenario no era la casa, ni el colectivo. El fin de eso sería la parada en la que bajaríamos. La calle ya era parte de la vida cotidiana. El puente lo cruzamos como amigos, y en la avenida nos despedimos como si uno de los dos se fuera muy lejos y por mucho tiempo.

—Cuidate mucho —me dijo—. Nos vemos.

Esa fue la segunda vez que nos despedimos. Esta vez y por última vez definitivamente, hasta ese entonces, por lo menos.

Después de cruzar la avenida que nos separaba no volví a mirar para atrás y desaparecí ante la vista de aquel tráfico metiéndome por las calles tranquilas que nacen o terminan en ese caudal de autos y gente.

Después de haberlo dejado ahí con su abrazo, con mi perfume, con el calor del próximo verano y con la frescura de habernos fundido en el otro durante horas; me fui a la casa de esa persona a la que yo le había permitido ponerme un título, por más que no mereciera siquiera titularme. Llegué, lo saludé con un beso simple y seco en los labios, y con toda la naturalidad que pude, le conté un día que no había vivido y que tampoco contenía las mismas sensaciones y pasiones que el que sí había ocurrido.

Esa fue la primera vez que supe que en realidad esa relación no me importaba como debería importarme. Y ese fue el punto de quiebre en toda la historia que vino después.

Ciertamente y para finalizar, yo seguí siendo el tren de carga. Él todavía no lo sabe. Y quizás, algún día, me vuelva a ver pasar.

Relato desde algún vagón abandonado

Llegamos, dejamos que las cervezas se enfriaran un poco más y nos sentamos a fumar un pucho.

Charlamos de todas esas cotidianeidades que nunca nos contamos bien cómo se habían ido sucediendo. Después charlamos un poco de mi último viaje y de alguna que otra historia o anécdota que tuviese alguna relación con el tema.

Una vez frescas las rubias bebidas, servimos unos maníes y nos pusimos un poco más cómodos –comodidad que seguramente venía de la mano de la cerveza, cual si fuese alguna especie de promoción de esas que no son válidas, generalmente, en la provincia de Córdoba–.

En algún momento, ya con la segunda botella a medio vaciar, el cenicero bastante lleno y con los maníes que ocupaban menos de la mitad del espacio que habían ocupado en el plato, nos dijimos todo lo que teníamos ganas de decirnos.

Preguntó y contesté. Le conté y me contó. Dio razones y motivos. Demostré con palabras que no me permitía ser egoísta cuando de él se trataba. Aclaró lo que creía que era correcto hacer. Accedí a su decisión –no me permito ser egoísta cuando de él se

trata–. Coincidimos en la absurda falta de comunicación que hubo todo ese tiempo. Di explicaciones y pedí perdones. Confesó haber comprado frutillas para mí. Anudé mi estómago. Guardamos silencio. Me dijo que me quería mucho. A mí me hubiese gustado decirle que yo también a él –horrores me cuesta expresar ciertas cosas. Mecanismo de defensa, quizás le llamen a eso–.  Repetimos palabras ya dichas en alguna isla. Después repitió que me quería muchísimo –otra vez no me salió–, agregó que siempre me iba a querer y finalizamos esa parte de la charla cuando me dijo lo siguiente:

—Y es así. Vos estabas ahí. Estás ahí. Siempre vas a estar ahí.

Silencio. Y cuando no tomábamos sorbos de cerveza, pitábamos un cigarro. Silencio. Miradas, vaso, humo y silencio. Silencio que se quebró ante la petición de un abrazo. Abrazo de minutos eternos. Abrazo que fue largo, cariñoso, protector…, fue hermoso. Momento fuera de tiempo. Y después, silla y silencio.

Se acercó, no mucho, pero se acercó y me acarició el brazo. Después la pierna. Y el brazo de nuevo. Y miraba mis manos, mis ojos, su mano, mi boca, mi pelo, el piso, la mesa, el vaso, mis ojos, mis manos, mis piernas, mis ojos, mis pies, el piso, la mesa…

Balbuceó un poco y después me dijo que él no quería molestarme. Suspiró. Yo le dije que no lo hacía y agaché cabeza.

Levanté la mirada, me crucé con sus ojos y le dije que estaba todo más que claro y que no me molestaba para nada. Asumo que soné convincente –¡ey!, no mentí. Digamos que «no me molesta» ya que, repito, no me permito ser egoísta cuando de él se trata–, porque al instante se acercó un poco más, yo lo acerqué más y nos dimos un beso.

Disfrutamos mucho ese beso. Lo disfrutamos con sus manos en mi cara y las mías en su cuello. Lo disfrutamos como si hubiesen pasado años desde nuestro último beso —digamos dos años y algunos meses, si se los pone mejor en contexto–.

Y una vez más, nos hundimos. Una vez más, nos fundimos. Y de nuevo, dormimos juntos, abrigándonos en un abrazo, disfrutando de esas pocas horas que nos quedaban vivir en esa realidad tan suya, tan mía, o de ninguno de los dos.

La mañana llegó con una valija llena de responsabilidades y el timbre que tocó sonó como mi despertador. Ya de vuelta en el mundo cotidiano, nos dedicamos una mirada que delataba un futuro ya cantado.

Caminamos en silencio hasta aquella esquina de la avenida. Al llegar, nos dimos un abrazo y al separarnos se desató un diálogo similar al siguiente:

 —Hablamos –dijo.

 —Dale –respondí.

 —Cuidate.

 —Vos también.

Continué mi camino sin mirar atrás.

Esta vez, yo me quedé sentada al costado de las vías, mirando mi tren alejarse. Pero una vez yo también fui tren y sé que en algún momento volverá a pasar. No sé dónde me encontraré para ese entonces. Lo único que sé es que este vagón es mío, así abandonado como está y es una de las cosas más hermosas que me pueden quedar.

07/04/2010

Mi hermoso mundo

Filed under: Autobiografías — Stella Roque @ 16:36
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Por Paola Chiarle
                                                                                                                                                                                                                                                                                                        

“Alguna vez, alguna vez tal vez, me iré sin quedarme.
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                Me iré como quien se va”.
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                     Alejandra Pizarnik

 

Todas las noches cierro los ojos y es como si los tuviera abiertos.

La memoria de mis años está llena de momentos que no olvido. No olvido lo que soy.

Soy sonámbula, disléxica, impulsiva y puedo escribir al revés.

No soy viento, no soy hombre, no soy invisible, no soy ordenada.

A veces quisiera ser viento, invisible y ordenada.

Cada noche viajo gratis sin visas ni pasaportes a los pasajes de mi memoria.

Acurrucada en un instante, puedo, con mi mente, ir al lugar más íntimo.

Todas las noches cierro los ojos y pienso en mañana.

Mañana: un día que nunca podré alcanzar.

Mañana nunca llega, porque cuando llega, mañana es hoy.

Una noche me fui a dormir. Traspasé varias fronteras buscando volver a aquel lugar de donde vengo. Y cuando desperté estaba allí, donde todo comenzó: mi hermoso mundo.

 

El eco de mi reloj de Mickey sonó lejanamente, entrometiéndose en el desenlace de mi delirio. Todavía no recuerdo cómo mi mano logró callarlo. Me encontraba flotando en un lugar profundo, oscuramente placentero y cálido. Sumergida en líquidos que simulaban lagunas y  mares. Todo era nuevo, pero a la vez conocido. Todo un mundo pequeño, único para mí.

Una voz remota se iba acercando, y así mis percepciones empezaban a mezclarse. Pude reconocer la voz agudiza y alarmante de mamá:

—Popi, despertate que son las ocho.

“No, por Dios, no vengan a buscarme”, rebotaban las palabras en las paredes de mi mente. Recuerdo cómo, tibia, ondulaba entre fluidos cálidos de colores azules, que a veces se transformaban en verdes. Una música sutil acariciaba mi cuerpo. Mi única compañía era una especie de conducto que llegaba a mi boca.

—Dale levantate, que vas a llegar tarde al trabajo. De nuevo era interrumpida por la voz de mamá. “No quiero, por favor… No dejes que me saquen”, pensaba, porque aunque intentaba gritar, creo haber extraviado mi voz.

Allá adentro hacía calor. Nada era frío. Estaba protegida y sentía que alguien me quería, me amaba profundamente y nunca me iba a dejar. Sentía que si salía, (comiéndome de a poco), el mundo me iba a devorar.

            Escuché unos pasos. Creo que mamá se asustó al llegar a la cabecera de mi cama y no encontrar mi cabeza. Después reconoció mi cuerpo en el medio de la cama. Pude sentir sus manos flacas palpando mi frágil cuerpo fetal enterrado bajo mantas y acolchados. Empezaba a amanecer de entre mis sueños al escuchar otra vez su intrépida voz.

—Popi, ¿qué hacés ahí escondida? —preguntó, retándome, del mismo modo que lo hacía  cuando yo tenía cinco años.

 Sorprendida, invadió mi mundo escarbando con su mano entre las frazadas para terminar tocando mi pelo y mi mejilla transpirada por el exceso del calor.

 —¿Qué te pasa? —lo dijo como lo hace siempre, al referirse a mi estado de introspección. Luego retiró su mano.

—Mamá, soy yo… soy tu hija —respondí con angustia, demandando que me reconociera. Pero creo que no lo hizo. Mi voz se perdió entre las sábanas.

 Sudando temor, apenas asomé mi mano mojada buscando contención en la suya.

—¿Me querés? —le pregunté, sin mirarla a los ojos, no sólo porque no podía, sino porque siempre que pregunto esas cosas; lo hago como si fuera a comprar un paquete de pastillas al kiosco.

—Claro que te quiero… y dale que llegás tarde al trabajo.

Supongo que ella desapareció. Yo escondí mi mano tratando de reintegrarme a ese refugio, pero mi hermoso mundo ya no era. Ya los azules profundos, el líquido cálido y las burbujas texturadas parecían haber sido secuestradas por el estampado de mis sábanas bordó con rayas azules.

Un poco más tarde, cuando pude haber entendido todo, salí de la cama. Me escabullí hasta el baño. Fugitiva, huí del frío de los baldosones del piso, que trepaban por mi cuerpo en un intento suicida de querer congelarme. Mamá se cepillaba con ligereza absoluta sus lustrosos dientes blancos (esos que ya nunca volveré a heredar). Me hubiese encantado tener su boca, en conjunto, labios y dientes son perfectos.

Parada en el baño, detrás de ella, al encontrar su reflejo en el espejo sin querer encontré el mío. La miraba y me veía tan distinta, tan frágil. La encontré hermosamente más joven, quizás porque el día anterior se había teñido de colorado y sus pequeños ojos verdes le resaltaban. La contracara de esa imagen era mi reflejo, el reflejo desgarbado y desprotegido de una nena con su camiseta blanca de mangas largas intentando por todos sus medios buscar calor, su calor. Vi como se enjuagaba sus dientes con un simple buche. La miré con piedad, buscando que me entendiera. Ella me contestó sin igual, pensando que quería apurarla para poder ocupar el baño.

—¿Qué hacés ahí parada?

 Abrí mi boca y juro no haberla podido mover por un largo instante, hasta que por fin, con el frío que marcaba el titubeo de mis palabras, pude decirle:

—Mamá, ¿alguna vez soñaste qué volvías al vientre de la abuela?

  

      

06/04/2010

Recuerdo de una mañana de otoño

Filed under: Autobiografías — Stella Roque @ 16:24

Por Stella Maris Roque

Nací un 11 de marzo de 1980, hace 30 años. A la semana de nacer, mi madre y yo nos fuimos a vivir a la casa de mi abuela con los 6 perros de ella. Mi infancia transcurrió en Gonnet, partido de La Plata, donde viví durante diez años. Fue en esa casa donde experimenté los mejores momentos de mi infancia. Además de mi madre, la única persona que formó parte de mi familia fue mi abuela.

Recuerdo una mañana de otoño en la que disfruté de ser una niña de cinco años. Había llovido durante toda la noche y a la mañana me había despertado con el ladrido de uno de los perros de mi abuela. La cama de mamá estaba vacía. Tardé en levantarme y cuando lo hice subí la persiana: seguía lloviendo y el pasto estaba lleno de charcos. Lo otro que pude ver fue el roble. Al costado del roble se había formado un gran charco lleno de barro y hojas. Salí del cuarto y fui a la cocina a ver a mi abuela. Estaba de mal humor, decía que no le habían traído el diario por culpa de tanta lluvia. Le di un beso y sonrió. Enseguida dijo que tenía el café con leche preparado, que sólo le faltaba colarlo. Si tenía nata, ella sabía que yo no lo iba a tomar, entonces era cuidadosa al colar la leche. Puso el pan árabe en la tostadora y sacó de la heladera la manteca y el dulce de frutilla. Acomodó todo en la mesa y se sentó a mi lado. Tomé el café con leche y comí el pan tostado en un breve espacio de tiempo. Quería salir de la casa para ir al parque, pero sabía que la abuela no me iba a dejar, así que esperé que se fuera a duchar. Ella solía tomar un baño todas las mañanas. Cuando terminé de tomar el café con leche, mi abuela se levantó y se fue al baño, pero al rato la vi volver. El baño no estaba lo suficientemente caliente como para que ella pudiera darse una ducha, así que dijo que la iba a dejar para más tarde y que en reemplazo se iba a acostar: le dolía la cabeza. Me aconsejó que me pusiera a dibujar. Consideré que ese era el momento justo para salir, no para dibujar. Abrí la puerta, el parque era todo para mí. Al principio caminé por el pasto, descalza, con los perros. Llovía y algunas gotas me mojaban la cabeza y la ropa que llevaba puesta. Levanté la cara hacia el cielo, las gotas resbalaban por mi piel. Comencé a girar con los brazos y con las palmas de las manos hacia arriba; mi cuerpo se abandonaba a la sensación del mareo y del agua fresca que caía sobre la piel de mis manos y me hacía cosquillas. Uno de los seis perros me miraba y ladraba. Di muchos giros sobre el mismo lugar, cada vez más rápido, hasta que caí al piso, y me reí del mareo que tenía. La perra que me ladraba vino hacia mí para ver si me encontraba bien, me daba besos en la cara y movía la cola. Me levanté y empecé a correr por todo el parque, con los seis perros siguiéndome. Corrí a través de todos los charcos, incluido el que estaba al lado del roble; a cada paso el pasto mojado se dejaba acariciar por mis pies. Estos se hundían en los charcos, se refrescaban, se ensuciaban con barro y hojas. Podía sentir cómo el pasto se escurría con cada pisada  y, cuando los levantaba para dar el siguiente trote, las gotas de barro y agua me salpicaban las piernas. Los perros corrían conmigo. Estaba tan entretenida que no noté que ellos habían dejado de correr y estaban parados, estupefactos, con las orejas hacia atrás y la cola entre las patas, así que me detuve y los llamé, pero no me hicieron caso. Entonces me acerqué a ellos y me di cuenta de que estaban mirando hacia la puerta de la cocina en donde estaba parada mi abuela. Ella venía hacia nosotros, caminando a paso de soldado. Tenía los pelos parados y se había puesto una especie de poncho de colores que le gustaba usar. Tenía cara de enojada, la mirada fija, petrificada. Me quedé en el lugar, los perros le movían la cola. Entonces, me habló con voz también de enojada:

—Cuántas veces te dije que no podés mojarte así. Te vas a agarrar un broncoespasmo, una neumonía, un flemón. Querida, tenés asma. Hoy no vas a comer los chocolates que te compré, no puede ser, ¡siempre hacés lo que querés!

Fui hacia ella y apoyé mi cara sobre su poncho que olía a perfume de jazmín. Fingí que lloraba para darle lástima. Al principio no me dijo nada, pero al rato la conmoví y me alzó. En verdad, algunas lágrimas se me habían caído y ella comenzó a darme besos en la mejilla. También me daba palmaditas en la cola y me decía que yo era una chiquita malcriada. Entramos a la casa y mientras me llevaba hacia el baño me  dijo:

—Ya no sos tan chiquita como antes, estás más pesada.

En un tiempo la abuela ya no podría alzarme más. Entramos al baño, que ya se había calentado lo suficiente, dejó correr el agua y me dijo que iba a ser mejor que me diera una ducha de agua caliente. La abracé y antes de entrar a la bañera, le di un beso en la mejilla y le dije que ella era la única persona a quien yo amaba.

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