Por Ivana Andrade
Una vez, alguien me dejó escritas estas palabras:
«Cuenta una historia que en un pueblo lejano pasaba un tren cada varios años. Impreciso el tren podía tardar dos o tres, quizás diez o veinte años, como también podía pasar cada dos o tres meses, incluso una vez por semana.
Ese tren llevaba a una ciudad –pequeña ciudad– llena de oportunidades y nuevas aventuras. Pero nadie del pueblo la conocía realmente. Sólo se escuchaban rumores sobre ella. Podía ser hermosa, como podía ser también el peor de los infiernos. Quien quisiera conocerla tendría que arriesgarse a tomar el tren.
El único problema era que el viaje en tren, si bien era gratuito, sólo era de ida. Aquel aventurado no podría volver jamás al viejo y aislado pueblo.
Yo lo vi. Y lo quise tomar una vez. Me subí y me acomodé. Justo antes de que arrancara, me asusté y bajé de un salto al andén.
El tren se fue. Volví a mi casa y ahí me quedé, imaginando qué podría haber sido de mí si no me hubiese bajado.
Una noche, a lo lejos, lo escuché venir nuevamente y en un ataque de desesperación, salí corriendo de mi casa. Corrí hasta llegar a la estación del tren. Y cuando llegué ahí, vi que se estaba alejando de nuevo. Entre gritos y llantos lo corrí desesperadamente mientras le hacía señas para que frenara. No lo hizo.
Durante mucho tiempo caminé al lado de las vías, esperando una próxima oportunidad para tomar el tren. No volvió a pasar por ahí.
Hoy estoy en otro pueblo donde ese tren no pasa, pero su ruta está a unos kilómetros. Quizás lo escuche y pueda verlo de nuevo, aunque sea mientras se va. O quizás, para ese momento este pueblo ya me tenga aburrido. Quién sabe, hasta podría tomarme el tren. Esta vez, sin miedos».
Un año después
Una vez, estaba en un bar con una amiga, un amigo y alguna que otra persona conocida que saludaba al pasar y seguía su camino dentro del mismo bar. Ya eran cerca de las cuatro de la mañana y yo, aunque había pasado casi un año de haberlo visto y de haber estado en su vida, le mandé un mensaje.
Un año. Había pasado un año de aquella época en que nos juntábamos en su casa y entre algunos cigarros, unos mates y algunas charlas, nos hundíamos el uno en el otro. Un año sin que eso pasara. Un año en el que yo había hecho unos extensos y memorables viajes, y en todo ese tiempo un cambio mental, emocional y hasta diría hormonal, me había generado la necesidad de irme, de alejarme, de dejar todo ahí por algún motivo…
Pero también por algún motivo, todo lo que me había taladrado durante ese año, me generó la necesidad de mandarle un mensaje un año después.
Fue raro. Cuando terminé de mandar el mensaje, continué con mi cerveza y seguí charlando como si nada pasara, como si todo hubiese pasado. Y alguien me avisó que mi celular hacía luces. Lo abrí creyendo que me encontraría con alguna respuesta. Alguna respuesta negativa o positiva. Un rechazo sin pena, quizás. O alguna forma sutil de decirme que no o incluso que sí. Pero no. Me encontré con que estaba recibiendo una llamada. Sin dudarlo, atendí. El ruido del lugar entorpecía un poco la conversación, pero lo importante se entendió. Corté, terminé mi cerveza, saludé y me fui del bar sin dar ninguna explicación a ninguna de las personas que ahí estaban conmigo.
Entre toda la gente que iba y la que venía –tumulto de juventudes que se dispersaba por la avenida principal de esta pequeña ciudad–, nos encontramos, nos saludamos y nos fuimos a su casa. Y entre algunos cigarros y algunas charlas nos hundimos el uno en el otro por primera vez, después de un año. No sé si sabiendo que sería una noche fugaz, no sé si intentando que fuera un reencuentro o si entendiendo que no sería más que una explicación corporal a mi desaparición. Nos enredamos en un abrazo y nos dormimos juntos, una vez más…
Pero así como volví, me fui. Y un mes después, ya había desaparecido nuevamente de su vida; desaparecido hasta donde las circunstancias me lo permitían.
Lo que él no sabe es que nunca perdió el tren. Sino que yo era sólo un tren de carga.
De espaldas a la avenida
Me llegó un correo electrónico en el que me pedía una última reunión, una última vez para verme, sentirme y por fin decirme «chau», pero de manera memorable. Respondí, y en ese mismo acto, accedí. Si había algo que él se merecía era poder despedirse de la que fuera, a su criterio, la mejor forma posible.
Yo no me había portado de lo mejor. En realidad, ni siquiera me había portado. No hice nada más que dejarlo sin motivo aparente. Claro que mi abandono podría haber sido para él por algún motivo relacionado con lo mismo que a él lo alejaba de mí. Pero no. A mí no me importaba tanto aquello, aunque a él sí. Y si bien yo hubiese podido manejarlo, supuse que él no. Entonces, me fui y mientras me iba, decidí tomar una mala decisión, una de esas que a la larga se sienten en el cuerpo, en el fondo, en la mente y en el tiempo. Y así, le di la opotunidad de que me diera una oportunidad.
El punto de encuentro estaba lleno de gente; gente preocupada por sus asuntos, metida en sus problemas. Gente a la que nosotros no le llamábamos la atención, aunque entre él y yo sabíamos que al vernos, el resto iba a desaparecer. Dejarían de estar ahí con sus apuros, con sus problemas, con sus asuntos. Serían ellos los que no nos llamarían la atención. Y nos vimos de esquina a esquina. Y nos encontramos en aquella parada de colectivo pactada con anterioridad en esa conversación mediante correos electrónicos.
No charlamos mucho. Supongo que no teníamos mucho para decir. Los dos sabíamos que sería raro charlar más de lo necesario, por lo menos en ese momento.
El viaje no fue muy largo, tampoco muy corto. Fue suficiente como para que me abrazara y yo reposara mi cabeza en su hombro.
Llegamos a aquella casa enorme, solitaria aquel día. Tomamos algo; hacía calor en esa época. Me mostró un piano muy lindo que estaba ahí guardado. Le pareció que seguramente me gustaría verlo y no se equivocó. Fue un lindo gesto y un hermoso piano.
Se acercó, me acercó hacia él y me besó. Me besó como si yo fuera lo más suyo en este mundo. Me besó con su brazo rodeando mi cintura, y mi mano se posó sobre su cuello. Me besó por un rato y después me llevó de la mano al pie de la escalera. Me dio otro beso y sin soltar mi mano subió por aquel caracol de madera. Entramos en una habitación bastante iluminada. Claro, era plena tarde de octubre. El sol se asomaba por entre las nubes grises, pero sin que se opacara su luz.
Sólo nos comunicábamos con miradas –de esas que no se callan– o alguna caricia –de esas que hablan más que las miradas–. Finalmente, el cuerpo dijo más que las caricias. En ese entonces, nos unimos. Nos unimos con deseo, con capricho, con rabia, con pasión. Como un beso de “chau”, un abrazo de adiós, como si fuera una de las peores groserías que al instante la continúa un «te quiero». Pero sin palabras. Jamás una palabra. Y menos, una palabra de esas.
Y terminó. Todo terminó: la relación, la tarde, él y yo. Nos dormimos por un rato. Nos enmarañamos en los brazos del otro y nos relajamos.
Se acercaba el momento en que el telón se tendría que cerrar y nosotros tendríamos que dejar de actuar como amantes. Y el fin del escenario no era la casa, ni el colectivo. El fin de eso sería la parada en la que bajaríamos. La calle ya era parte de la vida cotidiana. El puente lo cruzamos como amigos, y en la avenida nos despedimos como si uno de los dos se fuera muy lejos y por mucho tiempo.
—Cuidate mucho —me dijo—. Nos vemos.
Esa fue la segunda vez que nos despedimos. Esta vez y por última vez definitivamente, hasta ese entonces, por lo menos.
Después de cruzar la avenida que nos separaba no volví a mirar para atrás y desaparecí ante la vista de aquel tráfico metiéndome por las calles tranquilas que nacen o terminan en ese caudal de autos y gente.
Después de haberlo dejado ahí con su abrazo, con mi perfume, con el calor del próximo verano y con la frescura de habernos fundido en el otro durante horas; me fui a la casa de esa persona a la que yo le había permitido ponerme un título, por más que no mereciera siquiera titularme. Llegué, lo saludé con un beso simple y seco en los labios, y con toda la naturalidad que pude, le conté un día que no había vivido y que tampoco contenía las mismas sensaciones y pasiones que el que sí había ocurrido.
Esa fue la primera vez que supe que en realidad esa relación no me importaba como debería importarme. Y ese fue el punto de quiebre en toda la historia que vino después.
Ciertamente y para finalizar, yo seguí siendo el tren de carga. Él todavía no lo sabe. Y quizás, algún día, me vuelva a ver pasar.
Relato desde algún vagón abandonado
Llegamos, dejamos que las cervezas se enfriaran un poco más y nos sentamos a fumar un pucho.
Charlamos de todas esas cotidianeidades que nunca nos contamos bien cómo se habían ido sucediendo. Después charlamos un poco de mi último viaje y de alguna que otra historia o anécdota que tuviese alguna relación con el tema.
Una vez frescas las rubias bebidas, servimos unos maníes y nos pusimos un poco más cómodos –comodidad que seguramente venía de la mano de la cerveza, cual si fuese alguna especie de promoción de esas que no son válidas, generalmente, en la provincia de Córdoba–.
En algún momento, ya con la segunda botella a medio vaciar, el cenicero bastante lleno y con los maníes que ocupaban menos de la mitad del espacio que habían ocupado en el plato, nos dijimos todo lo que teníamos ganas de decirnos.
Preguntó y contesté. Le conté y me contó. Dio razones y motivos. Demostré con palabras que no me permitía ser egoísta cuando de él se trataba. Aclaró lo que creía que era correcto hacer. Accedí a su decisión –no me permito ser egoísta cuando de él se
trata–. Coincidimos en la absurda falta de comunicación que hubo todo ese tiempo. Di explicaciones y pedí perdones. Confesó haber comprado frutillas para mí. Anudé mi estómago. Guardamos silencio. Me dijo que me quería mucho. A mí me hubiese gustado decirle que yo también a él –horrores me cuesta expresar ciertas cosas. Mecanismo de defensa, quizás le llamen a eso–. Repetimos palabras ya dichas en alguna isla. Después repitió que me quería muchísimo –otra vez no me salió–, agregó que siempre me iba a querer y finalizamos esa parte de la charla cuando me dijo lo siguiente:
—Y es así. Vos estabas ahí. Estás ahí. Siempre vas a estar ahí.
Silencio. Y cuando no tomábamos sorbos de cerveza, pitábamos un cigarro. Silencio. Miradas, vaso, humo y silencio. Silencio que se quebró ante la petición de un abrazo. Abrazo de minutos eternos. Abrazo que fue largo, cariñoso, protector…, fue hermoso. Momento fuera de tiempo. Y después, silla y silencio.
Se acercó, no mucho, pero se acercó y me acarició el brazo. Después la pierna. Y el brazo de nuevo. Y miraba mis manos, mis ojos, su mano, mi boca, mi pelo, el piso, la mesa, el vaso, mis ojos, mis manos, mis piernas, mis ojos, mis pies, el piso, la mesa…
Balbuceó un poco y después me dijo que él no quería molestarme. Suspiró. Yo le dije que no lo hacía y agaché cabeza.
Levanté la mirada, me crucé con sus ojos y le dije que estaba todo más que claro y que no me molestaba para nada. Asumo que soné convincente –¡ey!, no mentí. Digamos que «no me molesta» ya que, repito, no me permito ser egoísta cuando de él se trata–, porque al instante se acercó un poco más, yo lo acerqué más y nos dimos un beso.
Disfrutamos mucho ese beso. Lo disfrutamos con sus manos en mi cara y las mías en su cuello. Lo disfrutamos como si hubiesen pasado años desde nuestro último beso —digamos dos años y algunos meses, si se los pone mejor en contexto–.
Y una vez más, nos hundimos. Una vez más, nos fundimos. Y de nuevo, dormimos juntos, abrigándonos en un abrazo, disfrutando de esas pocas horas que nos quedaban vivir en esa realidad tan suya, tan mía, o de ninguno de los dos.
La mañana llegó con una valija llena de responsabilidades y el timbre que tocó sonó como mi despertador. Ya de vuelta en el mundo cotidiano, nos dedicamos una mirada que delataba un futuro ya cantado.
Caminamos en silencio hasta aquella esquina de la avenida. Al llegar, nos dimos un abrazo y al separarnos se desató un diálogo similar al siguiente:
—Hablamos –dijo.
—Dale –respondí.
—Cuidate.
—Vos también.
Continué mi camino sin mirar atrás.
Esta vez, yo me quedé sentada al costado de las vías, mirando mi tren alejarse. Pero una vez yo también fui tren y sé que en algún momento volverá a pasar. No sé dónde me encontraré para ese entonces. Lo único que sé es que este vagón es mío, así abandonado como está y es una de las cosas más hermosas que me pueden quedar.