…Disculpe que perturbe su descanso, Maestro, pero ¿sabe Usted? Necesito comentarle algunas cosas, ya que, como usted bien ha sabido, no abundan por acá los buenos interlocutores. Y me tomo el atrevimiento porque la Providencia así lo ha determinado, aunque le parezca mentira…
Cuando aún estaba comenzando a recorrer mis laberintos, Don Borges, yo lo he conocido, pero claro, seguramente eso no fue recíproco porque ninguno de los dos estaba en condiciones de que lo fuera. Usted no parecía tener ojos ya más que para sus papeles y sus libros, y yo era entonces un chiquilín, uno de tantos escolares pobres y rutinarios que usted debía escuchar pasar todos los días por los pasillos de la vieja Biblioteca de la calle Carlos Calvo…
“Almagro, ¡gloria de los guapos…!”. Si se lo habré oído proclamar con voz y pinta de carrero a mi tío Blas, que justamente vivía con mi tía Dionisia y sus hijas Alma y Aurora en lo que había sido un corralón de chatas, convertido ahora en un enorme y levemente misterioso caserón, ubicado apenas a dos cuadras de la Biblioteca. Razón por la cual, de vez en cuando, como para cambiar la rutina (aunque ellas arguyeran que iban a estudiar), la visitábamos, y de paso la dejábamos tranquila por un rato a la tía Dionisia, harta de vigilarnos, mientras trepábamos a la higuera, curioseábamos en el viejo establo o jugábamos a las escondidas de un modo que consideraba impropio y que sólo mucho más tarde fui capaz de ligar con mis repetidos intentos de esconderme largo rato con Aurora, que era mucho más accesible a mis excitantes investigaciones de sus propios lugares ocultos. Claro que la buena tía tenía también sus secretos: aprovechaba esos intervalos de soledad para atiborrarse de facturas y llorar a lágrima viva con los novelones de la tarde, con la oreja pegada al receptor y la mirada vigilante fija en el portón, por donde de un momento a otro podía aparecer “el Blas” y retarla por comer basura y escuchar también.
Eran una pareja curiosa y extrañamente simétrica: ella era gorda de cuerpo y alma. Él era vegetariano, ayunador y anarquista, aunque acerca de esto último sólo cumplía con algunos rituales vinculados a su idea del trabajo como una maldición bíblica, su aspiración a una bohemia bucólica y la costumbre de ponerles nombres alegóricos a sus hijas. Ambos soñaban pero, al parecer, en ninguno de sus sueños estaba incluido el otro. Y en el caso de Dionisia, ni siquiera ella misma: deseaba para sus hijas un destino de actrices o cantantes, mientras el Blas pugnaba por desligarse de toda atadura y andar “en pata” por el campo.
Al parecer –y esto comencé a sospecharlo mucho después– tanto los separaba la mesa como la cama, y las urgencias del varón llevaron a Blas a consultar, según mentas, a su amigo Solís, una especie de Gandhi arrabalero, tan bohemio como él pero visiblemente menos higiénico, a quien consideraba una especie de “gurú”. “Ella engorda cada vez más” –le habría dicho– “y eso me aleja… Es cierto que mis ayunos purificadores influyen también, pero cuando vuelvo con ganas y la veo así…”. El hombre hizo una pausa, mientras daba dos o tres reflexivas chupadas al mate y luego dijo en voz baja: “Me extraña, che… justamente vos… Decime, ¿vos querés de ella algo más que su exterior?”. Blas, algo sorprendido, habría respondido que sí, que los años, que las hijas… “Bueno, entonces, dejala así… Y ponele este yuyo al mate que cuando te haga efecto ni te vas a dar cuenta de quien se trata…”. Parece que Blas siguió el consejo. Y parece que Dionisia consideró los renovados bríos de su esposo como una aprobación y no paró nunca más de engordar…
¡Cosa rara la gente..! Lo que los separaba los unió y lo que podía haberlos unido los separó cada vez más… Pero no sé por qué le cuento a usted estas cosas, Maestro. ¡Qué pueden importarle a usted estas pequeñas historias de barrio! O quizá me equivoco, quizá le hubiera interesado que en alguna de aquellas tardes yo le hubiera contado esta historia, si la hubiera sabido como la sé hoy… Esta historia de paradojas y simetrías en un barrio de guapos. Esto que ocurrió tan cerca de usted como de mí, y que ambos ignoramos durante tantos años… No sabe cómo me entusiasma, Maestro, la idea de que pudimos haber compartido este relato y que ahora se me ocurre un buen regalo de cumpleaños, porque por eso estoy acá, Maestro… Estamos celebrando…Y yo, sentado en uno de estos viejos bancos, entre anaqueles que exudan años y el desfile de personajes diversos, espero que llegue Aurora, que me prometió venir para que la ceremonia fuera completa.
Por ella supe, no hace mucho, que la historia de Blas y Dionisia terminó abruptamente: una vez más, se separaron juntos. O se juntaron separados… Lo cierto es que la muerte les acaeció casi al mismo tiempo. Ella cayó abatida por un perentorio cáncer intestinal que para muchos fue una especie de última y clamorosa protesta de ese cuerpo tan privado y tan harto. De la muerte de él, poco tiempo después, se enteraron unos vecinos por los ladridos del perro, su única compañía desde que se había exiliado en una isla del Tigre, según algunos inmolándose en aras de sus principios y según otros porque una tarde de verano, Dionisia, tras haber acopiado víveres para un mes había cambiado la cerradura, y atrincherada en el viejo caserón le había negado la entrada una y otra vez hasta doblegar su voluntad, que nunca había sido mucha, en realidad…
Alma y Aurora habían discrepado –como casi siempre y en casi todo– acerca de la verdadera causa de tan drástica e inesperada decisión de su madre. Aurora, la más parecida a Dionisia en lo romántica y soñadora, decía cosas como “nunca se quisieron”, “una pareja sin amor no puede perdurar”, “él se va, pero ella lo echa”, y otras por el estilo. Osciló toda su vida entre ambos, si decidirse a odiar a ninguno, pero poco a poco empezó a distanciarse, de ellos y de todo, y a inventarse un mundo propio, en el cual la Biblioteca ocupaba un sitio muy especial. Aún cuando ya habíamos abandonado nuestros juegos prohibidos, solíamos pasar horas viajando con Julio Verne, Salgari o Corín Tellado, aparentemente decididos a olvidarnos de todo.
Alma, en cambio, los odiaba con ferocidad. Disponía de una mente práctica y un lenguaje mordaz y mantenía una guerra sorda y obstinada especialmente con su padre, a quien consideraba una especie de monstruo, cebado por la increíble imbecilidad de su madre. Su versión de los hechos era muy otra y aludía a un episodio aparentemente menor ocurrido durante la fiesta de su noveno cumpleaños: habían ido más chicos que nunca, el patio de la vieja casa estaba repleto de guirnaldas y globos de colores y Dionisia había preparado una torta de vainillas borrachas elogiada por todo el mundo. Cuando llegó la hora de la canción y las velitas, la orgullosa madre fue en busca de su obra de arte y sólo encontró la gran fuente llena de pequeños restos. Frente a frente, con sendas cucharas en la mano y la infaltable pava sobre la hornalla, Blas y Solís mateaban, comían y charlaban animadamente y casi ni se percataron del gesto terrible con que Dionisia exclamó entre dientes: “¡Esta me la pagás!”. Aurora no supo nada hasta mucho después, en cambio Alma había alcanzado a presenciar la escena, y a partir de ahí, al parecer, las cosas comenzaron a desarrollarse lenta pero inexorablemente…
Discúlpeme, usted, Maestro, no quisiera molestarlo en demasía, pero no abandono la esperanza de que entre usted y yo, (dicho sea con todo respeto y salvando las distancias) se cree esa cierta complicidad de los que no se resignan a aceptar que la factura del gas sea más importante que la Divina Comedia. Sería muy grato para mí creer que formamos parte de la misma cofradía, Maestro, y lograr que este cumpleaños no fuera como aquel de tan triste memoria que acabo de mencionarle. De todos modos, Maestro, no se preocupe… Yo lo sé muy celoso de su tiempo, pero no se preocupe, que esta historia va llegando a su fin…Es una lástima que no llegue Aurora… Porque hubiera sido muy diferente estando ella, pero debí imaginármelo cuando los del Pabellón me dijeron que todo dependía de cómo se levantara hoy, que estas enfermedades son cíclicas y que si estaba en un mal día no iban a arriesgarse a dejarla salir, así que habrá que comenzar sin ella. Quizá usted se haya interesado tanto en el asunto que se pregunte por Alma. Si así es, halagado en mi vanidad, debo decirle que no sé de ella desde que desapareció misteriosamente el mismo día de la muerte de su padre, sin enterarse siquiera de que como ninguna policía del mundo investiga una muerte así, nadie encontró nunca el frasco de veneno para ratas forrado en papel de diario que enterramos con Aurora pocos días después…
Bueno, Maestro, ha llegado la hora. Deberé ascender por la marmórea escalera que parece llevar a un túmulo funerario y disponerme a escuchar a alguien que hablará de Borges. Intuyo que usted, si pudiera, intentaría disuadirme pero, ya que he venido, y no habiendo forma mejor… Además, estimado Maestro, permítame recordarle que la Biblioteca es un mundo… Y en el mundo hay lugar para todos…
© Rolando Martiñá. Escritor argentino, de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Tiene publicados ocho libros de educación, dos de cuentos, y su última novela “Fin de siglo”. Actualmente están disponibles para la venta, “Cuentos de todos los amores” y “Fin de siglo”. Visitá a Rolando Martiñá en Fb @rolando martiñá escritor.
Tienda on line: http://www.librosdepapel.mercadoshops.com.ar
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...